“Es por ello que cuando veáis la abominación y la desolación de las que habla el profeta Daniel, establecidas en lugar santo (establecidas allí donde no deben estar, específica Marcos, mientras Lucas dice: “cuando veáis a Jerusalén invadida por los ejércitos”), entonces es que el final está próximo. Que aquellos que estén en Judea huyan hacia las montañas; que quien esté sobre el techo, no descienda para tomar lo que está en la casa; que el que está en los campos no se vuelva para coger el abrigo. ¡Desgraciadas las mujeres que estarán embarazadas y que amamantarán en esos días!” (Mateo XXIV, 15-19. Marcos XIII, 14-18. Lucas XXI, 20-23).
Nos dice aquí Jesús cuales son los signos anunciadores del final de una Era y el comportamiento que debemos adoptar. La abominación y la desolación instaladas en los lugares santos o allí donde no deben estar, es el primero de los síntomas.
Anteriormente nos hablaba de la lucha entre hermanos, padres e hijos. Es evidente que la familia, constituida a la imagen y semejanza del átomo, el cual a su vez es un pequeño sistema solar, es una institución que debe permanecer unida, puesto que el átomo constituye el tejido del universo y si un átomo se escinde es como si se le hubiese hecho un agujero al universo. Cuando las relaciones familiares son abominables, esto es uno de los anuncios del final, y es bien palpable que esto sucede en nuestros días.
Lo abominable se ha instalado igualmente en el arte, en la literatura, en el cine, en las costumbres en nuestra vida cotidiana, en forma de polución, de intoxicación alimenticia. Lo abominable se ha subido a las universidades, se ha doctorado y proclama leyes, dicta sagrados preceptos, establece normas de convivencia. Vivimos estrechamente unidos a lo abominable y sería preciso estar ciegos para no ver esa señal.
Si lo abominable aparece en la vida civil no está menos ausente de lo religioso. Los musulmanes invocan a Dios a través de sus Khomeinis; los judíos adoran a Jehovah bajos los trazos de la guerra, y los auto llamados cristianos dan gracias a Dios, bajo los oficios de los prelados anglicanos, por la victoria de las Malvinas. La abominación llama la desolación y así vemos como las almas huyen de estampida de las instituciones religiosas; los conventos se vacían y se venden, lo mismo que los seminarios y los templos.
Mientras tanto, Jerusalén ha sido invadida por los ejércitos y es lugar de muerte y abominación y no nos referimos a la ciudad que hoy sigue llevando ese nombre o, por lo menos, no tan solo a ella, sino a la ciudadela interna, a esa fortificación psíquica desde la cual gobernamos nuestro organismo. En esta Jerusalén interna nuestro ejército campa y es el militar quien, después de haber lanzado un «¡Todos al suelo!», establece su poderío y su orden.
El «militar» acaba siempre apareciendo en nosotros, en nuestra psique, cuando en ella ha campado la abominación. Es decir, cuando los más bajos instintos se «suben» a la cabeza y nuestros pensamientos están llenos de pornografía, de evasión, de bajos placeres, de violencia y crimen, como está ocurriendo ahora, aparece el «militar» para poner «orden«. Esta aparición forma parte de un proceso natural, ya que lo abominable, por propia condición, no puede permanecer indefinidamente en el «lugar santo«, es decir, en la mente. Si nuestra voluntad creadora no lo arroja de allí y lo sitúa en su lugar, aparecerá una fuerza arcaica que realizará el trabajo que nosotros no hemos sabido hacer, y nuestra mente volverá al «antiguo orden«, es decir, al periodo en que vivíamos bajo la tutela de la ley, condicionados por un orden impuesto desde fuera. Esto es lo que se entiende por la invasión de Jerusalén por los ejércitos, y cuando esto acontece en la vida social, es decir, cuando vemos que los militares «se levantan» y derriban el gobierno, es señal de que estamos ante la escenificación exterior de una dinámica interna.
En el momento de redactar este capítulo –verano de 1982– en España se vive aún con intensidad bajo el recuerdo del intento de golpe militar y con el temor de que pueda volver a producirse. Si contemplamos el paisaje social, vemos que ese temor es fundadísimo. En efecto, los kioscos de periódicos, expresión externa de lo que se encuentra en nuestro intelecto, rebosan de pornografía y de novelas de crimen, lo mismo que el cine y la televisión, mientras la prostitución se anuncia en los periódicos más serios, y lo mismo sucede en todo Occidente, donde, de todos modos, los militares ya están en el poder, puesto que el presupuesto de «defensa» de cada país sobrepasa en mucho los recursos de cualquier otro ministerio.
Diremos pues que en un orden natural de cosas, lo abominable debe permanecer en su lugar. Cuando sube de nivel y ocupa la mente que, por su naturaleza, debe trabajar en la comprensión de lo superior, tenemos dos opciones. O bien nosotros mismos, libremente y sin que nadie nos los dicte, lo rechazamos y devolvemos a sus mazmorras, o aparecerá el «militar» que hará por nuestra cuenta el trabajo que nosotros hemos sido incapaces de realizar.
El «militar» no es nunca revolucionario, no nos lleva jamás hacia adelante, no supone una liberación, ya que esa liberación es un trabajo que nuestra alma debe realizar sin violencias, consistente en una superación de los instintos y de los deseos inferiores. El «militar» solo puede restablecer en nosotros el «orden antiguo» y dejar las cosas en su sitio, en espera de que el alma humana se encuentre en condiciones de conquistar libremente lo que ahora es una imposición de la ley.
En el próximo capítulo hablaré de: abominación y desolación