Jesús dice en este punto que su testimonio es válido, primero porque sabe de dónde viene y adónde va, y en segundo lugar porque él testimonia por dos, por el Padre y por el Hijo, y ya en las Escrituras se dice que el testimonio de dos es verdadero.
De dónde venimos y adónde vamos es la gran pregunta que se han formulado los filósofos de todos los tiempos. Quien conozca su origen y su destino estará ciertamente en condiciones de realizar perfectamente su cometido.
En cambio, el ser profano, el envilecido en el mundo de perdición, no sabe porque está ahí, ni cómo ha llegado al punto en que se encuentra, ni sabe dónde debe dirigirse, si es que debe ir a alguna parte. Mira a su entorno, todo lo lejos que sus sombras le permiten ver y, agobiado por su desorientación, se dice que finalmente ya está bien allí donde se encuentra. Se pertrecha en su morada material y no se mueve.
Perdida en su camino, la persona comienza a juzgar «según la carne«, es decir, a través de la realidad material que aparece a su vista, y si alrededor de ella hay árboles, acabará viniéndole la idea de talarlos y construir muebles con ellos. Si encuentra arcilla, le vendrá la idea de modelar. Así irá edificándose una realidad material cada vez más suntuosa y sofisticada y olvidará cada día más profundamente que tiene un camino a recorrer. Hasta que encuentre a Cristo en su mente y le diga que no está allí para crear una organización material y refugiarse en ella, sino que es peregrino en un sendero que debe descubrir y recorrer, el camino de la luz.
El ser profano acogerá con hostilidad esa llamada que le descubre que su seguridad es ficticia y dirá al que le revela su destino: «tu testimonio no es verdadero; hablas de ti mismo«. Pero Cristo dentro de él insistirá en que son dos los que testimonian por su boca y, de acuerdo con las Escrituras, el fariseo ya sabe que el testimonio de dos es verdadero.
Resultaría pueril, por parte de Jesús, referirse a las Escrituras, si se tratara de un libro escrito y nada más. En realidad, esas Escrituras se encuentran grabadas en nuestro espíritu. Son el código que cada Ego Superior lleva consigo y que va grabando en la conciencia del alma en formación. El ser humano sabe que esas Escrituras contienen la verdad; intuye que el Padre-Kether no rinde testimonio de sí mismo, sino a través de la persona llamada Hijo. El Hijo expresa la voluntad del Padre y, tal como sucede arriba, en nuestro mundo convencional, dos personas testimoniando en el mismo sentido, expresarán la verdad.
Lo malo para el ser profano es que no conoce al Hijo. Si lo conociera, creería en sus palabras y el Padre aparecería nítidamente en él. ¿Qué debe hacer el fariseo, en ese punto del camino, para conocer al Hijo?
Volvamos al Árbol cabalístico y a ese Tiphereth que representa a Cristo. Hemos dicho que la luz de Tiphereth se utiliza para dar cima a las construcciones materiales. Mientras esa utilización tenga lugar, y vayamos sacándole a Tiphereth pedazos de luz para edificar el mundo material, no conoceremos al Hijo. No lo haremos porque su personalidad nos aparecerá fragmentada, pedazo a pedazo. Tendremos de él un destello y lo utilizaremos para dar vida a una forma, la cual constituirá nuestra verdad. Si queremos conocer al Hijo, debemos dejar de podarle pedazos de su personalidad para dar cima al mundo material; tenemos que dejar de sorber sus esencias porque entonces estas tomarán una forma, se configurarán, adquirirán un rostro, lo mismo que ocurre con esos monigotes hinchables, que solo adquieren forma cuando están llenos de aire y se deforman a medida que lo van perdiendo.
Si dejamos de utilizar la luz para crear sombras, la luz adquirirá un rostro, se convertirá en una realidad tangible y a su alrededor aparecerá toda la organización cósmica, el Árbol, con sus senderos y todo su exuberante follaje, y en lo alto veremos brillar la esfera del Padre. Veremos entonces que realmente Cristo es la luz del mundo y ya no estaremos andando en las tinieblas.
En el próximo capítulo hablaré de: el itinerario de la vida