El nacimiento crístico es relatado por Mateo (I, 18-23) y Lucas (I, 26-38). Este episodio ha generado una considerable confusión en su interpretación. Según las escrituras, cuando Isabel, esposa de Zacarías, se encontraba en el sexto mes de su embarazo, el Ángel Gabriel fue enviado a María para anunciarle el nacimiento de un hijo sin la intervención de un varón.
Para comprender este episodio en su verdadero significado, es fundamental reconocer que tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento relatan hechos que, alternativamente, son reales y míticos. A lo largo de estos evangelios, observaremos cómo los propios evangelistas presentan contradicciones evidentes, que podrían considerarse inconsistencias si se interpretaran como narraciones de eventos físicos. Sin embargo, estas no son contradicciones si las entendemos en un contexto simbólico.
A menudo, se ha interpretado como una realidad material lo que en realidad es una realidad espiritual. En este caso, se clasifica el acto generacional como impuro, cuando solo sería considerado así desde una perspectiva espiritual si la pareja se uniera únicamente con el propósito de buscar placer.
José y María representan el estado anímico previo al nacimiento de Jesús. Para que la personalidad mística nazca dentro de nosotros, aquella que une lo divino con lo humano, es necesario que ocurra primero una regeneración que nos devuelva a nuestro estado de pureza virginal. En este sentido, José y María simbolizan los dos polos de una misma realidad espiritual.
Cobra pues sentido que al decidir emprender un camino espiritual, a menudo sintamos la necesidad de purificarnos, de seguir un régimen, de volvernos vegetarianos o seguir un ritual que limpie nuestra energía, de equilibrar nuestros chacras.
El anuncio del nacimiento místico
Si el ángel se dirigió a María y no a José para anunciarle el nacimiento místico, es porque, en el proceso de creación del universo en el que vivimos, la parte femenina siempre es la primera en activarse. Al inicio de la Creación, fueron las fuerzas femeninas que habitaban en la divinidad las que “concibieron” nuestro universo, dejándose fecundar por las energías positivas y masculinas de los Zodiacales. Este es un tema que abordamos en otro contexto.
Podemos decir que el «niño» —el universo naciente— fue engendrado sin la ayuda de un varón, y que el esposo de la Virgen, que representa la parte masculina de Dios, estaba ausente, al igual que José en el momento en que el ángel hizo el anuncio a María.
El nacimiento místico en nuestro interior —ya que la historia de este nacimiento es, en esencia, nuestra propia historia— no depende de nuestra voluntad, que es la parte masculina dentro de nosotros, sino de la existencia de un terreno virgen: un cuerpo puro sin el cual el niño divino no podría nacer.
Es decir, debemos crear las circunstancias precisas para que tenga lugar ese acontecimiento. Esta disposición de pureza se llama María y es la parte femenina de nuestra psique. Sin embargo, si hemos alcanzado ese estado, es porque previamente nuestra voluntad nos ha conducido hacia él. Aquí es donde José aparece en el relato, diciéndonos los Evangelios que era un viejo viudo a quien le fue confiada la custodia de la virginidad de María.
José representa la voluntad que ha creado ese estado virginal propicio al nacimiento del niño divino. Una vez creado ese estado, ese nacimiento se produciría sin que la voluntad‑José interviniera, por obra del Espíritu Santo, que es quien ha de juzgar si nuestra preparación es la adecuada para recibir a ese niño.
Así, esta parte del Evangelio relata unos hechos míticos, simbólicos que se repiten una y otra vez cuando, en un veinticinco de diciembre, nace la personalidad divina en el interior de algún ser humano.
El nacimiento de Jesús: Un hecho histórico y espiritual
El nacimiento de Jesús no solo es un evento espiritual, sino también un hecho histórico, porque nada puede manifestarse en nosotros sin que antes haya sido vivido en el mundo que nos rodea. José y María son seres humanos cuyas existencias y roles en la vida de Jesús pueden ser investigados en los archivos akásicos, que guardan toda la historia de la Tierra. A la luz de estos registros, descubrimos que José y María fueron almas de gran elevación que se encarnaron con la misión de traer al mundo al ser que había alcanzado el más alto nivel evolutivo: Jesús.
María vino al mundo bajo el sexo femenino, fue elegida específicamente para esta misión. Ambos habían trascendido la etapa de los deseos sexuales y estaban preparados para generar un hijo no impulsados por el deseo, sino para cumplir un propósito divino.
La preparación del terreno virgen
Para ser esa tierra virgen, es esencial haber superado la etapa en la que nos dejamos llevar por nuestras emociones y pasiones bajas. Debemos liberarnos del deseo de conquista, del afán de acumular riquezas o de ser mejores que los demás.
El niño destinado a salvar el mundo fue concebido bajo la guía de las jerarquías angélicas lunares, específicamente del Arcángel Gabriel, príncipe regente de Yesod, el noveno Séfira del Árbol de la Vida, encargado de las tareas de fecundación.
El lector podría preguntarse cómo un hombre, si no está impulsado por el deseo, puede llevar a cabo la tarea fecundadora. Para entender esto, recordemos un fenómeno que ocurre cada mañana al amanecer: los órganos masculinos se encuentran en estado de tensión, un fenómeno que ningún sexólogo ha logrado explicar, incluso en hombres de avanzada edad. Este es un fenómeno de orden espiritual, independiente de los deseos humanos.
La unión pura
Es en el amanecer cuando una pareja que anhela tener un hijo puede unirse de manera pura y desinteresada, con el único objetivo de permitir que un ser encarne. Durante este tiempo, las grandes almas que esperan una oportunidad de encarnación acuden al plano terrestre, ya que, generalmente, las almas muy evolucionadas no tienen interés en la pasión terrenal.
Así, José fue el padre material de Jesús, razón por la cual su nombre aparece en la genealogía de Jesús que nos proporciona Mateo. Sin embargo, el acto de generación fue programado por la fuerza interna conocida como Espíritu Santo, representada por Binah, el Séfira que se ocupa de los trabajos generativos a través de la Luna, en lo que cabalísticamente se denomina el Mundo de Formación.
Cualquier otra suposición carecería de lógica, ya que si entendemos que Dios es el arquitecto del sistema de reproducción que utilizamos los humanos, resulta inimaginable pensar que en este caso la divinidad optara por un método diferente por considerarlo impuro.
El propósito aquí no es generar un debate, sino comprender la parte simbólica que se reproduce en cada uno de nosotros.
La pureza de María y la elevación vibracional
Partiendo de esta base, al haber llevado a cabo el acto generacional sin pasión, María no se encontró «manchada». Su frecuencia vibracional permaneció intacta, manteniéndose como la tierra virginal que Jesús necesitaba para encarnar.
Jesús requería un ser de excepcional pureza para poder manifestarse. Al descender, las almas se forman un cuerpo de pensamiento y uno de deseos, atrayendo hacia ellas átomos que resuenan con su propia naturaleza. En la construcción del cuerpo físico ocurre algo similar: mientras que en los mundos superiores los átomos se extraen del macrocosmos, al llegar al mundo físico, no es la tierra quien proporciona esos átomos, sino la madre, en cuyo seno se forma el cuerpo.
Si los átomos que constituyen el cuerpo de la madre no vibran a una frecuencia adecuada, la persona que se forme vendrá al mundo con limitaciones y su cuerpo estará más expuesto a enfermedades. Lo más crucial es que un cuerpo físico con baja frecuencia vibracional no puede albergar cuerpos superiores que vibran a altas frecuencias.
Por lo tanto, para que nazca nuestro Cristo interno, es imprescindible elevar nuestras vibraciones. Un alma grande, en general, no puede habitar en un cuerpo defectuoso. Por ello, Jesús necesitaba una madre que le proporcionara materiales de elevada frecuencia; de lo contrario, no habría podido llevar sobre sus espaldas la personalidad crística, ya que esta habría quemado todos sus circuitos.
En términos prácticos, esto significa que para establecer una comunicación estable con nuestra personalidad interior, con nuestro Ego Superior, debemos esforzarnos por elevar nuestra frecuencia vibracional. Para lograrlo, es fundamental eliminar aquellas prácticas que nos arrastran a las partes más bajas de nuestro ser. No es necesario que te presente un decálogo de acciones que te empujan hacia abajo, porque ya lo sabes.